Emprendiendo un viaje por polvorientos caminos literarios

viernes, 17 de febrero de 2017

Concurso de Zenda: "Historias de Miedo"

Éste fue el relato que presenté en el concurso de Zenda: "Historias de miedo":

Caños del Desfiladero

Pedro recibió la llamada de su hermano muy temprano, recién levantado de la cama. Su madre había empeorado, así que se tomó el día libre en el trabajo y condujo hacia el pueblo tan rápido como su Renault Clío le permitió. Quedaban menos de veinte kilómetros para llegar a la casa de sus padres cuando el coche lo dejó tirado en la cuneta de la carretera, a la entrada de Caños del Desfiladero. Era un pequeño pueblo de la comarca y el peor lugar para sufrir un contratiempo, porque todo el mundo sabía que apenas había cobertura de telefonía móvil en esa zona. Por lo tanto, una vez que se dio por vencido en sus tentativas de arrancar el vehículo, tuvo que caminar hacia la población para pedir ayuda.

Caños tendría alrededor de quinientos habitantes y pocos alicientes para que la gente hiciera una parada allí. La infinidad de veces que había atravesado el pueblo con su coche le permitía a Pedro saber hacia dónde dirigirse: había un bar y una panadería trescientos metros más adelante, en una placita junto a la carretera. Trató de aprovechar el paseo para relajarse un poco, concentrando sus sentidos en los colores del campo, en el aroma de las chimeneas de las casas o en los trinos de los pájaros. Así pretendía olvidar durante unos minutos las preocupaciones que le afligían. Entró al bar de mejor humor del que tenía tras el percance con el coche, pero su buen ánimo se esfumó al comprobar que estaba vacío. “¿Hola? ¿Hay alguien ahí dentro?”, dijo en voz alta. Se asomó a la puerta que daba acceso a la parte privada del establecimiento, pero tampoco obtuvo respuesta. Tras esperar unos instantes, tomó la decisión de hacer la llamada sin pedir permiso, puesto que el teléfono estaba disponible al final de la barra. Marcó el número de su hermano varias veces, pero también debía de haber un problema con la línea fija. Unas veces sonaba la señal pero al otro lado no respondían, y otras, cuando parecía que su hermano había descolgado, no llegaba a oírse nada.

Enfurruñado, salió del bar dispuesto a encontrar un teléfono que funcionara. El olor a pan recién hecho que emanaba del horno al otro lado de la placita le recordó que no había desayunado, por lo que se dirigió a la pequeña tienda con la doble intención de comprar un bollo y pedir al dueño que le dejara hacer una llamada. El “buenos días” que comenzó a pronunciar según abría la puerta se quedó a medio camino en su boca porque, de nuevo, no halló quien pudiera darle réplica. Al igual que en el bar, la panadería estaba desierta y el teléfono fijo tampoco le permitió comunicarse.

Pedro pensó que una buena razón para que la gente se ausentara de sus puestos de trabajo era que hubieran sido convocados a una reunión urgente en el ayuntamiento o en la iglesia, pero el primero estaba cerrado y en la segunda no había nadie rezando ni logró localizar al sacerdote. Comenzó a desesperarse.

A partir de ese momento, el declive en el ánimo de Pedro fue paralelo al fracaso de sus intentos por encontrar ayuda. Para él fue un duro golpe darse cuenta de que, en la hora y pico que llevaba en el pueblo, además de no cruzarse con ninguna persona, ni un solo coche había pasado por la carretera. Era una fría mañana de lunes en enero, pero eso no justificaba la ausencia total de actividad. Aporreó todas las puertas, entró en los lugares que estaban abiertos, gritó en las calles y finalmente se decidió a seguir caminando por la carretera hasta llegar a su pueblo o al menos a algún sitio en el que su móvil tuviera cobertura. Sin embargo, la fuerte lluvia y el viento huracanado que se desataron al poco de abandonar Caños del Desfiladero le hicieron desistir.

Era ya de noche cuando se refugió en la iglesia, vencido por el miedo. A un lado del altar había unas velas encendidas que Pedro no había visto por la mañana, aunque esto apenas le sorprendió. Meditando acerca de lo que le estaba ocurriendo tuvo una idea. Subió de dos en dos las escaleras que llevaban al campanario, empujó con el hombro la puerta que daba acceso al exterior y se dio de bruces con una gran campana que parecía ser muy antigua. Le costó mover el badajo y hacer que sonara, pero cuando lo consiguió la hizo tañer gritando “¡Auxilio! ¡Socorro!” hasta que le abandonaron las fuerzas.

Y así, una noche más, los vecinos de Caños del Desfiladero oían atemorizados desde sus casas esas campanadas siniestras que el cura aseguraba eran fruto de los designios del demonio.



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"Nunca es tarde si la dicha es buena"... y menos para escribir. Recién cumplidos los 40 me animé a dar mis primeros pasos en esta aventura, y aquí los comparto con vosotros.
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