Concurso Exploración Espacial de GMV
Aquí tenéis el relato que escribí para el concurso interno de la empresa donde trabajo, GMV, y que resultó ganador.
Por ella
Ella es mi inspiración, me provee
de la energía que necesito para seguir adelante, para no desfallecer después de
tantos años de trabajo. A pesar de encontrarme en el momento decisivo de mi
investigación, ahora que ya queda poco para saber si soy un demente o un genio,
en estos instantes cruciales me acuerdo de ella más que nunca. Repaso los datos
del instrumento secundario, el que logré incluir en la misión tras cientos de
reuniones y promesas, y su cara se superpone a los gráficos que estoy analizando,
con el gesto que esbozó cuando le dije lo que hacía en la universidad y ella exclamó
entusiasmada: “¡Qué interesante! Me lo tienes que contar todo”. Llevábamos
saliendo dos semanas y yo no había dado muchos detalles acerca de mis estudios.
Consideraba un milagro que hubiera mostrado cierto interés por mí, con mi
aspecto friqui y descuidado, y no quería que el hechizo incomprensible que la
retenía a mi lado desapareciera al enterarse de que era un investigador de
temas cercanos a la ciencia ficción. Sin embargo, la preciosa estudiante de
Ciencias Políticas, desafiando las leyes que yo creía que aplicaban a aquellas
chicas de las facultades del otro lado del campus, mostró el rostro luminoso que
ahora veo sobre mis papeles. Y empecé a contarle acerca de mi doctorado, de
cómo se podían detectar planetas fuera del Sistema Solar, de los cientos de
planetas que ya se habían descubierto, de misiones más avanzadas que pretendían
estudiar en detalle sus características. Fueron los mejores meses de mi vida,
una supernova efímera en la oscuridad del espacio construida con besos, largos
paseos, caricias, conversaciones profundas y muchísima complicidad. Un tema
recurrente sobre el que fantaseábamos era cómo afectaría a la política mundial
el descubrimiento de una civilización extraterrestre. Ella me animaba a pensar
en medios científicos que permitieran averiguar si alguno de esos planetas
albergaba, no sólo vida, sino algún tipo de organización social. Yo frenaba su
locuacidad explicándole que aún no se sabía con certeza si en el Sistema Solar
había algún tipo de vida, así que la dificultad de encontrar evidencias irrefutables
de vida fuera de él era casi insalvable. Le hablé de emisiones
electromagnéticas, del proyecto SETI, de atenuaciones de la señal con la
distancia, pero ella seguía empeñada en azuzar mi intelecto, en empujarme hacia
esa quimera de encontrar civilizaciones a años luz de aquí. Parecía inmune a
las verdades científicas, como si nuestros axiomas estuvieran tan alejados de
su carácter y de su formación como nuestra Tierra dista de aquellos mundos
recién descubiertos.
Una tarde, al salir del
laboratorio, recibí un escueto mensaje: “Mi madre se ha puesto enferma, tengo
que volver a casa. Besos. Eva”. Y fue el último, porque horas después una
llamada de su mejor amiga quebró mi alma. Eva había fallecido en un accidente
de tráfico de camino al pueblo de sus padres, en la otra punta del país. Nunca
me recuperé de ese tremendo golpe, y tardé bastante tiempo en reconducir mis
pasos, en dar un nuevo sentido a mi existencia. Estaba convencido de que a ella
le hubiera encantado que profundizara en esos retos casi imposibles que me
planteaba, así que orienté mi doctorado hacia el arriesgado asunto de detectar
signos de vida, preferiblemente inteligente, en exoplanetas. Me empleé a fondo
en ello, incluso después de que mi tesis fuera leída. Daba igual que hubieran
pasado cinco, diez, quince años de su muerte, la determinación con la que
afrontaba mis investigaciones no flaqueaba. Conseguí que añadieran una pequeña
carga de pago, diseñada por mí, en el observatorio espacial que la universidad
iba a colocar orbitando alrededor del punto de Lagrange L2. La misión del
observatorio era profundizar en el conocimiento de la composición geológica y
atmosférica de los exoplanetas con posibilidades de albergar vida encontrados
hasta la fecha; la misión de mi pequeño instrumento era la de analizar una
parte muy concreta del espectro electromagnético en busca de rastros de vida
inteligente. Tuve que arrastrarme hasta despachos de políticos incompetentes,
con la mejor de mis sonrisas, para convencerles de que mi idea era factible,
que no estaba delirando. Tampoco me hizo falta mucha persuasión, porque la
posibilidad de encontrar algún indicio de una sociedad avanzada era un
argumento estupendo desde el punto de vista de márquetin. No tenían mucho que
perder, salvo la calderilla que costaba el cacharro de mi invención. Distinto
fue el recibimiento de mi iniciativa por mis colegas científicos. El menos
ofensivo me llamó “payaso de la Astrofísica”. Me daba igual, lo hacía todo por
ella, seguro de que habría estado orgullosa de mí.
Su rostro se desvanece y vuelvo a
fijarme en las gráficas del último planeta rastreado por el observatorio, que
está operativo desde hace ya quince meses. Los resultados han sido desoladores
hasta la fecha y ahora no soy ni siquiera el hazmerreír del departamento. Me
ignoran, he sido olvidado, dan por hecho mi fracaso más absoluto, vivo recluido
en un mísero despacho al que se envían los productos generados por mi absurdo
instrumento como se alimentaba con desechos a los presos de las mazmorras
medievales. No sé si voy a poder resistir mucho más. Observo una anomalía en el
espectro que me muestra la pantalla, coherente con otro artefacto aún
inexplicado en los datos del instrumento principal. Con el corazón acelerado,
uso por primera vez el algoritmo descifrador y espero a que haga su labor, a
que dictamine si hay algún patrón inteligente en la señal anómala que se ha
identificado. Lo que aparece ante mis ojos me hiela la sangre, un resultado que
va infinitamente más allá de lo esperable. “Hola, Adam, soy Eva. Estaba
convencida de que lo lograrías”. Sigo sin saber si soy un demente o un genio.