Emprendiendo un viaje por polvorientos caminos literarios

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miércoles, 26 de junio de 2019

Concurso Exploración Espacial de GMV

Aquí tenéis el relato que escribí para el concurso interno de la empresa donde trabajo, GMV, y que resultó ganador.


Por ella

Ella es mi inspiración, me provee de la energía que necesito para seguir adelante, para no desfallecer después de tantos años de trabajo. A pesar de encontrarme en el momento decisivo de mi investigación, ahora que ya queda poco para saber si soy un demente o un genio, en estos instantes cruciales me acuerdo de ella más que nunca. Repaso los datos del instrumento secundario, el que logré incluir en la misión tras cientos de reuniones y promesas, y su cara se superpone a los gráficos que estoy analizando, con el gesto que esbozó cuando le dije lo que hacía en la universidad y ella exclamó entusiasmada: “¡Qué interesante! Me lo tienes que contar todo”. Llevábamos saliendo dos semanas y yo no había dado muchos detalles acerca de mis estudios. Consideraba un milagro que hubiera mostrado cierto interés por mí, con mi aspecto friqui y descuidado, y no quería que el hechizo incomprensible que la retenía a mi lado desapareciera al enterarse de que era un investigador de temas cercanos a la ciencia ficción. Sin embargo, la preciosa estudiante de Ciencias Políticas, desafiando las leyes que yo creía que aplicaban a aquellas chicas de las facultades del otro lado del campus, mostró el rostro luminoso que ahora veo sobre mis papeles. Y empecé a contarle acerca de mi doctorado, de cómo se podían detectar planetas fuera del Sistema Solar, de los cientos de planetas que ya se habían descubierto, de misiones más avanzadas que pretendían estudiar en detalle sus características. Fueron los mejores meses de mi vida, una supernova efímera en la oscuridad del espacio construida con besos, largos paseos, caricias, conversaciones profundas y muchísima complicidad. Un tema recurrente sobre el que fantaseábamos era cómo afectaría a la política mundial el descubrimiento de una civilización extraterrestre. Ella me animaba a pensar en medios científicos que permitieran averiguar si alguno de esos planetas albergaba, no sólo vida, sino algún tipo de organización social. Yo frenaba su locuacidad explicándole que aún no se sabía con certeza si en el Sistema Solar había algún tipo de vida, así que la dificultad de encontrar evidencias irrefutables de vida fuera de él era casi insalvable. Le hablé de emisiones electromagnéticas, del proyecto SETI, de atenuaciones de la señal con la distancia, pero ella seguía empeñada en azuzar mi intelecto, en empujarme hacia esa quimera de encontrar civilizaciones a años luz de aquí. Parecía inmune a las verdades científicas, como si nuestros axiomas estuvieran tan alejados de su carácter y de su formación como nuestra Tierra dista de aquellos mundos recién descubiertos.

Una tarde, al salir del laboratorio, recibí un escueto mensaje: “Mi madre se ha puesto enferma, tengo que volver a casa. Besos. Eva”. Y fue el último, porque horas después una llamada de su mejor amiga quebró mi alma. Eva había fallecido en un accidente de tráfico de camino al pueblo de sus padres, en la otra punta del país. Nunca me recuperé de ese tremendo golpe, y tardé bastante tiempo en reconducir mis pasos, en dar un nuevo sentido a mi existencia. Estaba convencido de que a ella le hubiera encantado que profundizara en esos retos casi imposibles que me planteaba, así que orienté mi doctorado hacia el arriesgado asunto de detectar signos de vida, preferiblemente inteligente, en exoplanetas. Me empleé a fondo en ello, incluso después de que mi tesis fuera leída. Daba igual que hubieran pasado cinco, diez, quince años de su muerte, la determinación con la que afrontaba mis investigaciones no flaqueaba. Conseguí que añadieran una pequeña carga de pago, diseñada por mí, en el observatorio espacial que la universidad iba a colocar orbitando alrededor del punto de Lagrange L2. La misión del observatorio era profundizar en el conocimiento de la composición geológica y atmosférica de los exoplanetas con posibilidades de albergar vida encontrados hasta la fecha; la misión de mi pequeño instrumento era la de analizar una parte muy concreta del espectro electromagnético en busca de rastros de vida inteligente. Tuve que arrastrarme hasta despachos de políticos incompetentes, con la mejor de mis sonrisas, para convencerles de que mi idea era factible, que no estaba delirando. Tampoco me hizo falta mucha persuasión, porque la posibilidad de encontrar algún indicio de una sociedad avanzada era un argumento estupendo desde el punto de vista de márquetin. No tenían mucho que perder, salvo la calderilla que costaba el cacharro de mi invención. Distinto fue el recibimiento de mi iniciativa por mis colegas científicos. El menos ofensivo me llamó “payaso de la Astrofísica”. Me daba igual, lo hacía todo por ella, seguro de que habría estado orgullosa de mí.


Su rostro se desvanece y vuelvo a fijarme en las gráficas del último planeta rastreado por el observatorio, que está operativo desde hace ya quince meses. Los resultados han sido desoladores hasta la fecha y ahora no soy ni siquiera el hazmerreír del departamento. Me ignoran, he sido olvidado, dan por hecho mi fracaso más absoluto, vivo recluido en un mísero despacho al que se envían los productos generados por mi absurdo instrumento como se alimentaba con desechos a los presos de las mazmorras medievales. No sé si voy a poder resistir mucho más. Observo una anomalía en el espectro que me muestra la pantalla, coherente con otro artefacto aún inexplicado en los datos del instrumento principal. Con el corazón acelerado, uso por primera vez el algoritmo descifrador y espero a que haga su labor, a que dictamine si hay algún patrón inteligente en la señal anómala que se ha identificado. Lo que aparece ante mis ojos me hiela la sangre, un resultado que va infinitamente más allá de lo esperable. “Hola, Adam, soy Eva. Estaba convencida de que lo lograrías”. Sigo sin saber si soy un demente o un genio.     




sábado, 5 de agosto de 2017

Concurso de Zenda: Un mar de historias

Éste es el relato que he presentado al concurso de Zenda: "Un mar de historias"


A la deriva

Si sigo un rato más así, flotando en el océano sin oponer ninguna resistencia a las corrientes, relajando mis músculos hasta sentir una ingravidez total, expulsando al agua salada los sentimientos que me debilitan, dejando pasar de largo los pensamientos que acuden a mi mente, sin aprehenderlos, sin sacarles el jugo, si no me despisto y consigo seguir así, estoy convencido de que en unos minutos formaré parte de este mar templado y empezaré a comprender el lenguaje de los peces, seré inmune al veneno de las medusas, jugaré al escondite con las ostras y las algas querrán adornarme los cabellos porque seré uno más de ellos, y no necesitaré retornar al otro mar, ese mar seco en el que un tsunami arrasó todo lo que importa, donde los hijos mueren, los padres se vuelven locos y el amor hiede, ese erial de vida que no se puede comparar a los colores que tengo a mi alrededor y al que no quiero volver para continuar sufriendo, para ser de nuevo el objetivo principal del infortunio (o quizás de la justicia divina o trascendental) que me persigue desde hace años y que socava lenta pero inexorablemente mis ganas de vivir. Porque no quiero observar por enésima vez cómo la razón y el poder nunca van unidos y así no tener ni siquiera el consuelo de que, aunque a mí no me vayan bien las cosas, el mundo es lógico o justo o evoluciona hacia ser lógico o justo o mejor en algo, pero es obvio que ese otro mar de tierra no sigue una senda que me permita aferrarme a ella y prefiero estar aquí, haciendo el muerto luchando contra todos los impulsos primitivos que me exhortan para que me mueva o al menos mire dónde me han llevado las corrientes, compruebe la distancia que me separa de la orilla y calcule si tendré fuerzas para volver. Esos impulsos que me piden que no haga el idiota divagando sobre cosas absurdas e irremediables y que por fin sea práctico y me integre en el mundo, busque amigos, actividades que me apasionen o viajes al otro confín del planeta, como si eso fuera posible y no costara dinero o no requiriera de mí un esfuerzo descomunal, mucho mayor del que he realizado apuntándome a este viaje con desconocidos, todos patéticos, todos grises, que ni siquiera se habrán dado cuenta de que he desaparecido porque estarán entretenidos en juegos absurdos con alguna pelota o en chácharas intrascendentes, imposible encontrar a alguien interesante entre esa panda de cabezas huecas, así que es absurdo hacer caso a lo que esos pensamientos salvadores que a veces me asaltan tratan de decirme, no voy a abrirme ante gente así, no voy a querer divertirme con ellos, nunca podré olvidar con semejantes elementos a mi lado, es mucho mejor buscar compañía entre las criaturas de este mar exuberante y apacible. Hace mucho tiempo que no me sentía tan tranquilo, siendo parte de esta sopa tibia que me recuerda a la que hacía mi abuela, con muchos tropezones semejantes a la infinidad de peces que revolotean cerca de mí, que rozan mi piel como también lo hacen las algas, igual que las acelgas de aquella sopa riquísima a la que tampoco me importaría volver, cómo no, volver a la infancia y quedarme allí, pero al no ser eso posible, convertirme en océano es lo más parecido y me basta, sólo tengo que aguantar unos minutos más y lo lograré, un último esfuerzo para relajarme totalmente y dormirme, ahuyentar el miedo a disolverme en este mar, en esta sopa, a desmenuzarme en ella como lo hacen las palabras y las letras de una frase sin fin, sin alcanzar horizonte alguno pero extendiéndome por todos los horizontes más allá de cualquier limitación humana, realizando esos viajes, haciendo esos amigos, divirtiéndome según me aconseja esa parte racional que ahora noto cómo redobla sus esfuerzos para que me incorpore, nade hasta la orilla y dé una nueva oportunidad a la humanidad de congraciarse conmigo y a mí de congraciarme con la humanidad. Ese impulso superviviente es muy fuerte y decidido ahora, tanto que los músculos comienzan a desentumecerse, tirito de frío e incluso dudo acerca de la conveniencia de esta aventura, con lo que permito que mi lado racional abra una brecha en mi convicción, una brecha que no consigue ensancharse e invadir mi mente porque precisamente en ese instante de debilidad una gaviota se posa en mi muslo y comprendo que ya soy indistinguible del mar.






lunes, 24 de abril de 2017

Concurso de Zenda: "Historias de Libros"

Éste es el relato que he presentado al concurso de Zenda "Historias de Libros":


Palabras

En mi pueblo llueven palabras. Vas paseando por la calle y, si te fijas, ves algo extraño que acompaña a las hojas de los chopos en su suave caer. Se trata de una almohadilla hinchable, como las que te ofrecen en los aviones para que tu cuello no se resienta cuando el sueño te vence en esos asientos infames. Una almohadilla que no tiene contornos rectos, sino que presenta todas las curvas y recovecos necesarios para representar una palabra. “Barco”, por ejemplo, fue la primera que me encontré de pequeño, cuando jugaba al fútbol en el solar detrás del cementerio.

Debería ser más preciso ya que ni las palabras surgen siempre mecidas por el viento ni todas ellas se materializan como artilugios inflables. En casa de mis padres, al menos una vez al año, te topas con una nueva: debajo de la mesa camilla, tras un armario, en la bañera… Y eso les ocurre a todos los vecinos, sin excepción. Las formas y materiales en los que cobran vida son diversos. Yo he visto palabras recortadas en hojas de papel, moldeadas en trozos de gomaespuma, en golosinas, en panes… Además, cada década, un acontecimiento conmociona al pueblo. De la noche a la mañana un seto aparece podado formando la palabra “pues”. O a un lado de la carretera de entrada a la villa alguien ha colocado una piedra enorme cincelada para que se pueda leer: “sacó”. Nunca llegamos a saber quién o quiénes están detrás de estos sucesos.

Los lugareños estamos acostumbrados. Esto es habitual desde hace muchísimo tiempo. De abuelos a nietos, a lo largo de muchas generaciones, se han transmitido historias antiguas, de la época de Napoleón o incluso anteriores, que narran las apariciones más asombrosas. Una nube que delineaba la palabra “blanco” en cursivas, una bandada de pájaros en la que se distinguía “trote”, o un campo segado como si alguien hubiera escrito “desde aquí”. Son anécdotas legendarias, pero nadie duda de su veracidad. Hay coleccionistas de palabras que incluso pagan dinero a otros paisanos para que les cedan las que van hallando. José, el panadero, dice que tiene en su poder más de tres mil, y que todas las noches se dedica a componer frases con ellas, para tratar de encontrarle sentido a este prodigio que lleva siglos encerrado en nuestro pueblo.

Porque nosotros no hablamos de esto con los de fuera, ni siquiera con los de las aldeas cercanas. Es una ley no escrita que cumplimos con rigurosidad incluso en estos días de conexiones globales e información inmediata. Además, cuando hay forasteros merodeando nunca pasa nada, es como si el fenómeno se protegiese a sí mismo. Yo ya no vivo en el pueblo pero, siempre que regreso para visitar a mis padres, me alegra comprobar que el ambiente que se respira en sus calles no cambia, que esas palabras nos han moldeado también a nosotros, que somos gentes alegres y orgullosas de esta singularidad que nos caracteriza. Me parece que nos ha hecho mejores, más atentos a nuestro maravilloso idioma y a la cultura en general. El ayuntamiento organiza multitud de exposiciones, ferias teatrales o conciertos y, por las calles, incluso las personas más humildes llevan un libro debajo del brazo. Se improvisan tertulias en los bares, que no tratan acerca de las cualidades futbolísticas de Messi y Ronaldo, sino sobre los literatos clásicos o la comparación entre las distintas generaciones de escritores españoles. Es como si existiéramos en un plano distinto, fuera del mundo actual.

Pero no todo es idílico, o al menos no es idílico para mí. Desde que me fui a la ciudad crece en mí una duda, una preocupación que sólo se mitiga cuando vuelvo allí, a mis raíces. Por cómo es mi pueblo, con sus casas antiguas, sus eras, sus campos, sus caminos o sus molinos, pienso que, por algún extraño conjuro, no somos otra cosa que aquel lugar de la Mancha del que Cervantes no quiso acordarse, y que, cuando nadie nos lea, desapareceremos sin dejar rastro.

viernes, 17 de febrero de 2017

Concurso de Zenda: "Historias de Amor"

Éste es el relato que he presentado al concurso de Zenda "Historias de Amor":


El Horno Babel

“Yo creo que podría haber algo mejor”, “… algo mejor…”, “… algo mejor…”. Esas palabras recién pronunciadas retumbaban en la cabeza del chico y rebotaban de un lado a otro de su mente sin encontrar asiento, sin que fuera capaz de desentrañar su significado exacto. Tampoco ayudaban ni la expresión facial ni el lenguaje corporal de la propietaria de ese comentario que, plantada de pie a pocos centímetros de él, parecía haberse transportado a un lugar muy lejano en apenas un instante. El olor del obrador, el Horno Babel, el de la casa baja que va a ser derruida muy pronto, el que hornea los dulces más deliciosos del barrio, el causante de ese comentario que había quedado flotando entre ellos, se volvía más delicioso por momentos. Al chico le encantaban esos dulces, aunque exageró al asegurar que no podría imaginar nada mejor en el mundo que ese olor. Porque, en realidad, él conocía una fragancia insuperable e irresistible: el aroma a violeta que se intuía en el cuello de su acompañante.

Una señora mayor que caminaba muy despacio delante de la puerta del Horno le apartó por un momento de sus pensamientos. Se parecía mucho a su abuela, pero la dirección de su marcha y un análisis más minucioso de su físico le indicaron que era una falsa alarma. De todas maneras, preocupado por la posible presencia de alguien conocido en los alrededores, realizó un rápido movimiento de cabeza para comprobar que no había moros en la costa, que su madre y su abuela no habían decidido esa mañana desviarse de su camino habitual para, tal vez, comprar unas rosquillas.

Era evidente que la chica se había incomodado con su rápido giro de cabeza, así que volvió a concentrarse en el enigma que su compañera de clase le había planteado. Tenía que evaluar el significado de esa frase, medirlo con respecto a la variada conversación que habían mantenido durante la última hora y media, incluir en la ecuación la distancia media de sus cuerpos al pasear, y contar el número de sonrisas y carcajadas. ¿Habían caminado más juntos que la semana anterior? ¿Se había reído más con sus chistes tontos? El chico no podía dejar a un lado los números, las supuestas certezas. Todos decían que iba para ingeniero. Pero ahora tenía que resolver un problema muy importante en apenas dos segundos, si no quería dejar pasar una oportunidad única. O lo que era peor, si no quería caer en un error que le marcara por mucho tiempo.      

En ello estaba cuando la pista final apareció en escena, diáfana, inconfundible. El detonante fue aquella sonrisa cándida unida a una caída de ojos universal, tan antigua como el mundo, que sólo pasaría desapercibida para un estúpido integral. Abandonó sus cálculos para poner toda su atención en calibrar la velocidad óptima de aproximación a los labios de su amor platónico. Empezó a moverse muy lentamente, sintiendo cómo el olor a violeta, que al principio sólo se apreciaba de forma tenue, se transformaba en un maravilloso campo de flores frescas según se acercaba a su ansiado premio. No saltaba ninguna alarma, la sonrisa seguía en su sitio, y llegó a intuir que ella entreabría ligeramente los labios antes de que su inconsciente decidiera que se cerrasen los párpados, que ese instante habría que disfrutarlo a ciegas.

La calidez de sus labios y la firmeza de su cuerpo borraron de un plumazo los números, las indecisiones y los temores que inundaban la mente del joven. Poco importaba que las temidas madre y abuela acabaran de doblar la esquina detrás de ellos.

Concurso de Zenda: "Historias de Miedo"

Éste fue el relato que presenté en el concurso de Zenda: "Historias de miedo":

Caños del Desfiladero

Pedro recibió la llamada de su hermano muy temprano, recién levantado de la cama. Su madre había empeorado, así que se tomó el día libre en el trabajo y condujo hacia el pueblo tan rápido como su Renault Clío le permitió. Quedaban menos de veinte kilómetros para llegar a la casa de sus padres cuando el coche lo dejó tirado en la cuneta de la carretera, a la entrada de Caños del Desfiladero. Era un pequeño pueblo de la comarca y el peor lugar para sufrir un contratiempo, porque todo el mundo sabía que apenas había cobertura de telefonía móvil en esa zona. Por lo tanto, una vez que se dio por vencido en sus tentativas de arrancar el vehículo, tuvo que caminar hacia la población para pedir ayuda.

Caños tendría alrededor de quinientos habitantes y pocos alicientes para que la gente hiciera una parada allí. La infinidad de veces que había atravesado el pueblo con su coche le permitía a Pedro saber hacia dónde dirigirse: había un bar y una panadería trescientos metros más adelante, en una placita junto a la carretera. Trató de aprovechar el paseo para relajarse un poco, concentrando sus sentidos en los colores del campo, en el aroma de las chimeneas de las casas o en los trinos de los pájaros. Así pretendía olvidar durante unos minutos las preocupaciones que le afligían. Entró al bar de mejor humor del que tenía tras el percance con el coche, pero su buen ánimo se esfumó al comprobar que estaba vacío. “¿Hola? ¿Hay alguien ahí dentro?”, dijo en voz alta. Se asomó a la puerta que daba acceso a la parte privada del establecimiento, pero tampoco obtuvo respuesta. Tras esperar unos instantes, tomó la decisión de hacer la llamada sin pedir permiso, puesto que el teléfono estaba disponible al final de la barra. Marcó el número de su hermano varias veces, pero también debía de haber un problema con la línea fija. Unas veces sonaba la señal pero al otro lado no respondían, y otras, cuando parecía que su hermano había descolgado, no llegaba a oírse nada.

Enfurruñado, salió del bar dispuesto a encontrar un teléfono que funcionara. El olor a pan recién hecho que emanaba del horno al otro lado de la placita le recordó que no había desayunado, por lo que se dirigió a la pequeña tienda con la doble intención de comprar un bollo y pedir al dueño que le dejara hacer una llamada. El “buenos días” que comenzó a pronunciar según abría la puerta se quedó a medio camino en su boca porque, de nuevo, no halló quien pudiera darle réplica. Al igual que en el bar, la panadería estaba desierta y el teléfono fijo tampoco le permitió comunicarse.

Pedro pensó que una buena razón para que la gente se ausentara de sus puestos de trabajo era que hubieran sido convocados a una reunión urgente en el ayuntamiento o en la iglesia, pero el primero estaba cerrado y en la segunda no había nadie rezando ni logró localizar al sacerdote. Comenzó a desesperarse.

A partir de ese momento, el declive en el ánimo de Pedro fue paralelo al fracaso de sus intentos por encontrar ayuda. Para él fue un duro golpe darse cuenta de que, en la hora y pico que llevaba en el pueblo, además de no cruzarse con ninguna persona, ni un solo coche había pasado por la carretera. Era una fría mañana de lunes en enero, pero eso no justificaba la ausencia total de actividad. Aporreó todas las puertas, entró en los lugares que estaban abiertos, gritó en las calles y finalmente se decidió a seguir caminando por la carretera hasta llegar a su pueblo o al menos a algún sitio en el que su móvil tuviera cobertura. Sin embargo, la fuerte lluvia y el viento huracanado que se desataron al poco de abandonar Caños del Desfiladero le hicieron desistir.

Era ya de noche cuando se refugió en la iglesia, vencido por el miedo. A un lado del altar había unas velas encendidas que Pedro no había visto por la mañana, aunque esto apenas le sorprendió. Meditando acerca de lo que le estaba ocurriendo tuvo una idea. Subió de dos en dos las escaleras que llevaban al campanario, empujó con el hombro la puerta que daba acceso al exterior y se dio de bruces con una gran campana que parecía ser muy antigua. Le costó mover el badajo y hacer que sonara, pero cuando lo consiguió la hizo tañer gritando “¡Auxilio! ¡Socorro!” hasta que le abandonaron las fuerzas.

Y así, una noche más, los vecinos de Caños del Desfiladero oían atemorizados desde sus casas esas campanadas siniestras que el cura aseguraba eran fruto de los designios del demonio.



Concurso Zenda: "Historias de Fútbol"

Con este tributo a mi abuelo participé en el concurso "Historias de fútbol" que organizó Zenda en junio de 2016:

Desde el otro lado del río

Hoy es el día adecuado para contar mi historia con el fútbol, que es auténtica, circular como el contorno del balón, pero no es exclusiva, ni siquiera original en su fondo. Seguramente sea también tu historia, y la de muchos otros. Comienza con recuerdos fragmentados de cuando eras un crío, ¿qué edad tendrías?, ¿cinco, siete, diez años? Recuerdos del primer momento en el que contemplaste un enorme rectángulo de color verde muy intenso, un verde que no habías visto antes, un verde inolvidable. Aunque pensándolo mejor, la historia empezó mucho antes, cuando tu padre o tu abuelo tuvieron esa misma conmoción en su juventud, y lo que pretendían cuando te llevaron al campo era comprobar si tú también sentías lo mismo, convirtiendo así ese acto en una indiscutible muestra de amor.

Las verdaderas historias de fútbol no hablan de equipos legendarios, triunfos gloriosos o jugadores insustituibles. Tampoco tienen nada que ver con la violencia, las exageradas sumas de dinero o la corrupción, elementos que enturbian el significado real de este deporte. Porque todos, seamos hinchas del equipo que seamos, sabemos que el fútbol trata de lucha, emoción y sentimientos, no de triunfos. Yo añadiría que también se nutre de silencios.

El silencio me une a mi abuelo materno, ya que no lo conocí, murió años antes de que yo naciera. Era ya socio del Atlético de Madrid cuando se denominaba Atlético Aviación, y no se perdía ningún partido en el antiguo recinto del Metropolitano. Enfermó en la temporada en la que el club se trasladó al Manzanares y, aunque luchó con todas sus fuerzas, como reza el himno de su equipo, no pudo ver más que unos cuantos partidos en el nuevo estadio. Esto no es del todo cierto, porque realmente ha asistido a muchos más desde el cementerio de Santa María, situado a espaldas del Vicente Calderón, donde se puede llegar a ver incluso una pequeña parte del terreno de juego. Allí, delante de su tumba, he querido romper ese silencio muchas veces, contemplando el estadio con ojos llorosos, diciéndole sin abrir la boca: “Abuelo, soy del Atleti, cuánto hubiéramos disfrutado los dos juntos viendo a nuestro equipo”. No pudo ser, pero ya se encargó mi padre de hacerlo por él. Creo que me llevó al campo del Atleti para contentar a mi madre, porque él realmente no era aficionado de ningún equipo. El impacto que tuvo para mí, con cinco años, asistir a un partido de fútbol por primera vez, sólo puede explicarse por la intervención de mi abuelo. Estoy convencido de que, a escasos metros como estaba, desde el otro lado del río, me transmitió a través de ese silencio que nos une la emoción por los colores rojo y blanco de la que ya no podré desprenderme jamás.

He asistido en directo a bastantes encuentros desde entonces: unas veces eran partidos importantes que nadie quería perderse, en otras ocasiones iba al estadio porque necesitaba saciar mis ganas de disfrutar del fútbol en directo. Pero nunca había podido ser abonado del club y tener así la posibilidad de presenciar toda la temporada tal y como hacía mi abuelo. La economía familiar, la falta de tiempo y a veces la decepción con el equipo, impedían que pudiera llevar a cabo ese deseo siempre latente.

Pero hoy eso ha cambiado. Hoy he cerrado el círculo y, junto con mi hermano, me he convertido en socio abonado del Atlético de Madrid. Aquí estoy, abuelo, para despedir al campo que te despidió a ti cuando tú le dabas la bienvenida. El año que viene lo derruirán, no sé si te has enterado, y te quedarás solo con la abuela, sin tus tardes de fútbol. Comenzará una nueva vuelta del círculo que para mí significa este deporte, en tu memoria y en la de todos los padres y abuelos de todos los clubes del mundo que han hecho posible que esta historia nunca acabe.

Relatos en Cadena 2015-2016. Los triunfadores

Gracias a este relato conseguí colarme en la final del mes de septiembre de 2015:

La barbacoa
El bate, “¡Eso, bate!”, se le resbalaba de las manos pringosas. Las hamburguesas estaban riquísimas, pero te ponías perdido. “¡Vamos, papá, que ya lanzo!”. Su hijo, a unos metros de distancia ya había armado el brazo y la pelota no tardaría en salir despedida. No la vio venir, pero su mente gozó de un instante de claridad antes de caer al suelo. Comprendió que, aunque el trozo de hamburguesa que se le iba a atravesar en la tráquea no lo mandara al otro barrio, su sueño de tener un hijo jugador profesional con los Yankees era ya irrealizable. “¡Cuánta fuerza y qué poca puntería!”.


Y con éste otro fui finalista semanal en mayo de 2016:

Tradiciones
“Es como sale mejor el guiso, cociéndolo con tiempo”, le dice su abuela mientras remueve el contenido del enorme caldero con una rama de cedro de tamaño acorde. A la niña le encanta salir de la ciudad, esa sucia amalgama de barracones donde se hacina la gente. Adora la libertad de la selva y las enseñanzas de la tribu acerca de las costumbres ancestrales de su estirpe. Aprendió a leer, la primera de la familia, y al contemplar aquella hoguera piensa en los titulares de los periódicos que encontró alguna vez por el vecindario, allá en la urbe, alarmados por la desaparición de turistas.

Los dos pueden verse en este link a la Escuela de Escritores.

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"Nunca es tarde si la dicha es buena"... y menos para escribir. Recién cumplidos los 40 me animé a dar mis primeros pasos en esta aventura, y aquí los comparto con vosotros.
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