Emprendiendo un viaje por polvorientos caminos literarios

viernes, 17 de febrero de 2017

Concurso de Zenda: "Historias de Amor"

Éste es el relato que he presentado al concurso de Zenda "Historias de Amor":


El Horno Babel

“Yo creo que podría haber algo mejor”, “… algo mejor…”, “… algo mejor…”. Esas palabras recién pronunciadas retumbaban en la cabeza del chico y rebotaban de un lado a otro de su mente sin encontrar asiento, sin que fuera capaz de desentrañar su significado exacto. Tampoco ayudaban ni la expresión facial ni el lenguaje corporal de la propietaria de ese comentario que, plantada de pie a pocos centímetros de él, parecía haberse transportado a un lugar muy lejano en apenas un instante. El olor del obrador, el Horno Babel, el de la casa baja que va a ser derruida muy pronto, el que hornea los dulces más deliciosos del barrio, el causante de ese comentario que había quedado flotando entre ellos, se volvía más delicioso por momentos. Al chico le encantaban esos dulces, aunque exageró al asegurar que no podría imaginar nada mejor en el mundo que ese olor. Porque, en realidad, él conocía una fragancia insuperable e irresistible: el aroma a violeta que se intuía en el cuello de su acompañante.

Una señora mayor que caminaba muy despacio delante de la puerta del Horno le apartó por un momento de sus pensamientos. Se parecía mucho a su abuela, pero la dirección de su marcha y un análisis más minucioso de su físico le indicaron que era una falsa alarma. De todas maneras, preocupado por la posible presencia de alguien conocido en los alrededores, realizó un rápido movimiento de cabeza para comprobar que no había moros en la costa, que su madre y su abuela no habían decidido esa mañana desviarse de su camino habitual para, tal vez, comprar unas rosquillas.

Era evidente que la chica se había incomodado con su rápido giro de cabeza, así que volvió a concentrarse en el enigma que su compañera de clase le había planteado. Tenía que evaluar el significado de esa frase, medirlo con respecto a la variada conversación que habían mantenido durante la última hora y media, incluir en la ecuación la distancia media de sus cuerpos al pasear, y contar el número de sonrisas y carcajadas. ¿Habían caminado más juntos que la semana anterior? ¿Se había reído más con sus chistes tontos? El chico no podía dejar a un lado los números, las supuestas certezas. Todos decían que iba para ingeniero. Pero ahora tenía que resolver un problema muy importante en apenas dos segundos, si no quería dejar pasar una oportunidad única. O lo que era peor, si no quería caer en un error que le marcara por mucho tiempo.      

En ello estaba cuando la pista final apareció en escena, diáfana, inconfundible. El detonante fue aquella sonrisa cándida unida a una caída de ojos universal, tan antigua como el mundo, que sólo pasaría desapercibida para un estúpido integral. Abandonó sus cálculos para poner toda su atención en calibrar la velocidad óptima de aproximación a los labios de su amor platónico. Empezó a moverse muy lentamente, sintiendo cómo el olor a violeta, que al principio sólo se apreciaba de forma tenue, se transformaba en un maravilloso campo de flores frescas según se acercaba a su ansiado premio. No saltaba ninguna alarma, la sonrisa seguía en su sitio, y llegó a intuir que ella entreabría ligeramente los labios antes de que su inconsciente decidiera que se cerrasen los párpados, que ese instante habría que disfrutarlo a ciegas.

La calidez de sus labios y la firmeza de su cuerpo borraron de un plumazo los números, las indecisiones y los temores que inundaban la mente del joven. Poco importaba que las temidas madre y abuela acabaran de doblar la esquina detrás de ellos.

Concurso de Zenda: "Historias de Miedo"

Éste fue el relato que presenté en el concurso de Zenda: "Historias de miedo":

Caños del Desfiladero

Pedro recibió la llamada de su hermano muy temprano, recién levantado de la cama. Su madre había empeorado, así que se tomó el día libre en el trabajo y condujo hacia el pueblo tan rápido como su Renault Clío le permitió. Quedaban menos de veinte kilómetros para llegar a la casa de sus padres cuando el coche lo dejó tirado en la cuneta de la carretera, a la entrada de Caños del Desfiladero. Era un pequeño pueblo de la comarca y el peor lugar para sufrir un contratiempo, porque todo el mundo sabía que apenas había cobertura de telefonía móvil en esa zona. Por lo tanto, una vez que se dio por vencido en sus tentativas de arrancar el vehículo, tuvo que caminar hacia la población para pedir ayuda.

Caños tendría alrededor de quinientos habitantes y pocos alicientes para que la gente hiciera una parada allí. La infinidad de veces que había atravesado el pueblo con su coche le permitía a Pedro saber hacia dónde dirigirse: había un bar y una panadería trescientos metros más adelante, en una placita junto a la carretera. Trató de aprovechar el paseo para relajarse un poco, concentrando sus sentidos en los colores del campo, en el aroma de las chimeneas de las casas o en los trinos de los pájaros. Así pretendía olvidar durante unos minutos las preocupaciones que le afligían. Entró al bar de mejor humor del que tenía tras el percance con el coche, pero su buen ánimo se esfumó al comprobar que estaba vacío. “¿Hola? ¿Hay alguien ahí dentro?”, dijo en voz alta. Se asomó a la puerta que daba acceso a la parte privada del establecimiento, pero tampoco obtuvo respuesta. Tras esperar unos instantes, tomó la decisión de hacer la llamada sin pedir permiso, puesto que el teléfono estaba disponible al final de la barra. Marcó el número de su hermano varias veces, pero también debía de haber un problema con la línea fija. Unas veces sonaba la señal pero al otro lado no respondían, y otras, cuando parecía que su hermano había descolgado, no llegaba a oírse nada.

Enfurruñado, salió del bar dispuesto a encontrar un teléfono que funcionara. El olor a pan recién hecho que emanaba del horno al otro lado de la placita le recordó que no había desayunado, por lo que se dirigió a la pequeña tienda con la doble intención de comprar un bollo y pedir al dueño que le dejara hacer una llamada. El “buenos días” que comenzó a pronunciar según abría la puerta se quedó a medio camino en su boca porque, de nuevo, no halló quien pudiera darle réplica. Al igual que en el bar, la panadería estaba desierta y el teléfono fijo tampoco le permitió comunicarse.

Pedro pensó que una buena razón para que la gente se ausentara de sus puestos de trabajo era que hubieran sido convocados a una reunión urgente en el ayuntamiento o en la iglesia, pero el primero estaba cerrado y en la segunda no había nadie rezando ni logró localizar al sacerdote. Comenzó a desesperarse.

A partir de ese momento, el declive en el ánimo de Pedro fue paralelo al fracaso de sus intentos por encontrar ayuda. Para él fue un duro golpe darse cuenta de que, en la hora y pico que llevaba en el pueblo, además de no cruzarse con ninguna persona, ni un solo coche había pasado por la carretera. Era una fría mañana de lunes en enero, pero eso no justificaba la ausencia total de actividad. Aporreó todas las puertas, entró en los lugares que estaban abiertos, gritó en las calles y finalmente se decidió a seguir caminando por la carretera hasta llegar a su pueblo o al menos a algún sitio en el que su móvil tuviera cobertura. Sin embargo, la fuerte lluvia y el viento huracanado que se desataron al poco de abandonar Caños del Desfiladero le hicieron desistir.

Era ya de noche cuando se refugió en la iglesia, vencido por el miedo. A un lado del altar había unas velas encendidas que Pedro no había visto por la mañana, aunque esto apenas le sorprendió. Meditando acerca de lo que le estaba ocurriendo tuvo una idea. Subió de dos en dos las escaleras que llevaban al campanario, empujó con el hombro la puerta que daba acceso al exterior y se dio de bruces con una gran campana que parecía ser muy antigua. Le costó mover el badajo y hacer que sonara, pero cuando lo consiguió la hizo tañer gritando “¡Auxilio! ¡Socorro!” hasta que le abandonaron las fuerzas.

Y así, una noche más, los vecinos de Caños del Desfiladero oían atemorizados desde sus casas esas campanadas siniestras que el cura aseguraba eran fruto de los designios del demonio.



Concurso Zenda: "Historias de Fútbol"

Con este tributo a mi abuelo participé en el concurso "Historias de fútbol" que organizó Zenda en junio de 2016:

Desde el otro lado del río

Hoy es el día adecuado para contar mi historia con el fútbol, que es auténtica, circular como el contorno del balón, pero no es exclusiva, ni siquiera original en su fondo. Seguramente sea también tu historia, y la de muchos otros. Comienza con recuerdos fragmentados de cuando eras un crío, ¿qué edad tendrías?, ¿cinco, siete, diez años? Recuerdos del primer momento en el que contemplaste un enorme rectángulo de color verde muy intenso, un verde que no habías visto antes, un verde inolvidable. Aunque pensándolo mejor, la historia empezó mucho antes, cuando tu padre o tu abuelo tuvieron esa misma conmoción en su juventud, y lo que pretendían cuando te llevaron al campo era comprobar si tú también sentías lo mismo, convirtiendo así ese acto en una indiscutible muestra de amor.

Las verdaderas historias de fútbol no hablan de equipos legendarios, triunfos gloriosos o jugadores insustituibles. Tampoco tienen nada que ver con la violencia, las exageradas sumas de dinero o la corrupción, elementos que enturbian el significado real de este deporte. Porque todos, seamos hinchas del equipo que seamos, sabemos que el fútbol trata de lucha, emoción y sentimientos, no de triunfos. Yo añadiría que también se nutre de silencios.

El silencio me une a mi abuelo materno, ya que no lo conocí, murió años antes de que yo naciera. Era ya socio del Atlético de Madrid cuando se denominaba Atlético Aviación, y no se perdía ningún partido en el antiguo recinto del Metropolitano. Enfermó en la temporada en la que el club se trasladó al Manzanares y, aunque luchó con todas sus fuerzas, como reza el himno de su equipo, no pudo ver más que unos cuantos partidos en el nuevo estadio. Esto no es del todo cierto, porque realmente ha asistido a muchos más desde el cementerio de Santa María, situado a espaldas del Vicente Calderón, donde se puede llegar a ver incluso una pequeña parte del terreno de juego. Allí, delante de su tumba, he querido romper ese silencio muchas veces, contemplando el estadio con ojos llorosos, diciéndole sin abrir la boca: “Abuelo, soy del Atleti, cuánto hubiéramos disfrutado los dos juntos viendo a nuestro equipo”. No pudo ser, pero ya se encargó mi padre de hacerlo por él. Creo que me llevó al campo del Atleti para contentar a mi madre, porque él realmente no era aficionado de ningún equipo. El impacto que tuvo para mí, con cinco años, asistir a un partido de fútbol por primera vez, sólo puede explicarse por la intervención de mi abuelo. Estoy convencido de que, a escasos metros como estaba, desde el otro lado del río, me transmitió a través de ese silencio que nos une la emoción por los colores rojo y blanco de la que ya no podré desprenderme jamás.

He asistido en directo a bastantes encuentros desde entonces: unas veces eran partidos importantes que nadie quería perderse, en otras ocasiones iba al estadio porque necesitaba saciar mis ganas de disfrutar del fútbol en directo. Pero nunca había podido ser abonado del club y tener así la posibilidad de presenciar toda la temporada tal y como hacía mi abuelo. La economía familiar, la falta de tiempo y a veces la decepción con el equipo, impedían que pudiera llevar a cabo ese deseo siempre latente.

Pero hoy eso ha cambiado. Hoy he cerrado el círculo y, junto con mi hermano, me he convertido en socio abonado del Atlético de Madrid. Aquí estoy, abuelo, para despedir al campo que te despidió a ti cuando tú le dabas la bienvenida. El año que viene lo derruirán, no sé si te has enterado, y te quedarás solo con la abuela, sin tus tardes de fútbol. Comenzará una nueva vuelta del círculo que para mí significa este deporte, en tu memoria y en la de todos los padres y abuelos de todos los clubes del mundo que han hecho posible que esta historia nunca acabe.

Relatos en Cadena 2015-2016. Los triunfadores

Gracias a este relato conseguí colarme en la final del mes de septiembre de 2015:

La barbacoa
El bate, “¡Eso, bate!”, se le resbalaba de las manos pringosas. Las hamburguesas estaban riquísimas, pero te ponías perdido. “¡Vamos, papá, que ya lanzo!”. Su hijo, a unos metros de distancia ya había armado el brazo y la pelota no tardaría en salir despedida. No la vio venir, pero su mente gozó de un instante de claridad antes de caer al suelo. Comprendió que, aunque el trozo de hamburguesa que se le iba a atravesar en la tráquea no lo mandara al otro barrio, su sueño de tener un hijo jugador profesional con los Yankees era ya irrealizable. “¡Cuánta fuerza y qué poca puntería!”.


Y con éste otro fui finalista semanal en mayo de 2016:

Tradiciones
“Es como sale mejor el guiso, cociéndolo con tiempo”, le dice su abuela mientras remueve el contenido del enorme caldero con una rama de cedro de tamaño acorde. A la niña le encanta salir de la ciudad, esa sucia amalgama de barracones donde se hacina la gente. Adora la libertad de la selva y las enseñanzas de la tribu acerca de las costumbres ancestrales de su estirpe. Aprendió a leer, la primera de la familia, y al contemplar aquella hoguera piensa en los titulares de los periódicos que encontró alguna vez por el vecindario, allá en la urbe, alarmados por la desaparición de turistas.

Los dos pueden verse en este link a la Escuela de Escritores.

Getafe Negro 2015

Con este microrrelato quedé ganador del Concurso de Microrrelatos de Getafe Negro en 2015:

Protección de Datos
“Dicho sea entre nosotros, ese asunto hubiera habido que liquidarlo de una forma más precisa”. Su compañero asintió levemente mientras fijaba la mirada en las dos tarjetas que había ante él. Rememoraba la actividad febril que se había desencadenado en ese mismo local seis días atrás, cuando La Organización recibió la primera misiva. A su alrededor quedaban huellas del zafarrancho: ceniceros llenos de colillas, un manoseado listín telefónico, fotografías, mapas y diagramas clavados en la pared. La información que habían recabado acerca de los candidatos seguía ahí. Ahora habría que quemarlo todo, especialmente la lista final de cuatro personas, la causante de que la policía estuviera buscando con denuedo a un insólito asesino en serie. Apesadumbrado, el silencioso sicario releyó la primera carta: “Consideren estos cincuenta mil dólares como un obsequio. Si Louis Webber muere antes del domingo a mediodía tendrán un millón más”. La otra tarjeta, recibida minutos antes, decía: “Mi Louis Webber sigue vivo.”

En el jurado estaba Lorenzo Silva, un escritor que me gusta mucho y al que tuve el placer de conocer en persona.


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"Nunca es tarde si la dicha es buena"... y menos para escribir. Recién cumplidos los 40 me animé a dar mis primeros pasos en esta aventura, y aquí los comparto con vosotros.
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